miércoles, 3 de marzo de 2010

El hueco en el que anido (Ismael Serrano)

Ahora que se acerca el día en el que la memoria y la falta de sueño alumbrarán nuevas canciones, ahora que los nervios repiten en mi frente las melodías que una aguja ha acariciado con monotonía pluvial en el disco duro de mi computadora y ando de un lado para otro lleno de incertidumbre desgastando las baldosas de la cocina, ahora sólo queda esperar.

No quiero que me ames con la furia de los ciclones, ni que mi sombra baile mecida por la llama incandescente de tu delirio. No quiero ser el espejismo que delata tus carencias. No quiero tu cautiverio de rosas . Sólo quiero que me acompañes durante un rato para escuchar el latir de los días.

No quiero que me odies, ni el ejercicio rutinario de tu rencor calmado, aunque mis canciones evidencien mis faltas y el miedo o el descuido desmagnetice las agujas y parezca un niño sabiondo unas veces y perdido muchas más. No lo merezco. Preferiría ser la infusión que calma tus noches de ardores y desvelos, la conversación tranquila en la barra del bar mientras la primavera abre los cielos y el pecho de los que perdieron el ánimo y el trabajo. Vendrán mejores días, me dices mientras tu risa arrastra la espuma de la cerveza que viaja hasta tus labios.

No pretendo remover conciencias. Sería hermoso pero no brillo con tanto ardor. No quiero portar la llama de exégetas que declaman con la mirada perdida en un horizonte de remolinos y explosiones mientras arde el palacio de invierno. Quizá sí, hacerte saber que no estás solo/a cuando el periódico te asalta cada mañana arrancándote interrogantes, cuando maldices, triste y airado/a, la maquinaria implacable que reparte el hambre y los perjuicios y a sus engrasadores, cuando sueñas mundos mejores, cuando te abriga la esperanza o el canto solidario, la certeza de que el mundo será más justo, la felicidad y el bienestar, mejor repartidos.

No quiero acomodarme en la retórica del fracaso. Cierto es que hay una dignidad que el vencedor nunca podrá conocer, pero me cansa que siempre pierdan los mismos y quiero verte celebrar una victoria tranquila, aunque sólo sea una, seguramente una de las primeras batallas ganadas que han de traer el olor a tierra mojada, el viernes, el verano, el recreo en el colegio, el rugir de las amapolas titilando en el campo de trigo, a este ir y venir rutilante, a esta ciudad de rugidos, zarpazos y miserias.

No quiero acomodarme en la retórica de la autocomplacencia. Envolverme en amianto, mirar desde la vidriera cómoda de mis privilegios una vida lejana, la nevera llena, los planes cumplidos, mientras el narcótico televisor alumbra mi habitación con el espectáculo de una realidad violenta por malherida. No quiero tanto. Me conformo con algunas cosas, no pocas: aprender qué supone vivir, tapar la calle, cambiar el mundo, recordar que cantar es bálsamo, reconocerme en el espejo, brindar con mis amigos, ganar alguna vez al mus o al truco, llorar a tu lado si es preciso, pelear contra los fantasmas del olvido, encontrar el secreto de las cosas más pequeñas, caminar a tu lado.

Por eso te miro, compañero, compañera, a veces sin que te des cuenta, y contemplo la cadencia de tus pasos como quien mide unos versos o memoriza una canción. Para tararearte cuando estés lejos, para no olvidarme del hueco en el que anido, porque así recuerdo qué es vivir.

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