sábado, 21 de febrero de 2009

Cuando esperaba afuera para entrar a una sesión, una chica de aspecto joven se me acercó. Quería hablarme, capaz no sabía cómo entonces concluyó diciendo: “¿No estás escuchando la música muy fuerte? Te puede hacer mal” Yo la fulminé con la mirada pero luego sonreí. “Sí, puede ser” Respondí.Pero mientras volteaba la cabeza hacia el sentido opuesto de la suya, la chica ya había comenzado a hablar. No sabía qué decía, poco me esforzaba por intentar ordenar todas las palabras que salían disparadas de su boca a modo de cañón militar.“¿Cómo la callo?” Pensé por dentro.Luego, al mirarla fijo, noté cierta nostalgia en sus ojos, deseaban ser escuchados pero ¿Por qué a mí y no a otro? Eché un rápido vistazo a la sala e hice una mueca; se encontraba vacía, a excepción de la secretaría que continuaba compenetrada en la lectura de una revista de moda.Reí, no era la primera vez que me pasaba algo así. Creo que de algún modo, mi externa imagen de “chico rebelde”, lograba atraer a la gente como si tuviera un imán escondido debajo de la ropa. Pero ¿Qué de llamativo tenía mi cara de poco amigo? Al menos así mi interior, que me apartaba con rechazo, creía verme.La chica se detuvo no apartando su vista de mi cabeza que inclinada hacia un costado, pretendía escuchar. “¿Por qué paró?” Pensé ahora. Entonces la miré intentando recordar, vagamente, alguna palabra suya retenida en mi cerebro. “¿Cuántos años tenés?” Pregunté especulando su respuesta. Ella se encogió de hombros. “Once”.Me quedé duro, ¡¿Once?! Repetí consideradas veces dentro mío.¿Por qué hay gente que de tan chica tiene que sufrir errores que tal vez, no eran suyos? Recordé mi infancia, no tan lejana, mis once “mágicos” años. La edad donde todavía vivía encerrado en una preciosa burbuja color rosa. El dolor que sentía, se había ocultado para ser expuesto dentro de un par de años más. Me había permitido gozar de una etapa que todo niño merece, una sonrisa en lugar de un llanto. Una educación en lugar de un trabajo. Un amigo en lugar de un enemigo. Pero ella, de tan solo once años, le había llegado la hora de sacar todo ese dolor para sufrirlo en ése ahora. La sala comenzó a llenarse de gente. Ya no estábamos solo la chica y yo. Entonces le sonreí, mostrándole una cara amiga, lejos de rechazarla y le dije: “Quedáte tranquila, este lugar te va a encantar. Hay mucha gente excelente, valorálo vos que lo tenés”. Yo ya me estaba recuperando, ella recien empezaba. ¿Cuántos más pasarán por este tránsito entre el dolor y la felicidad?

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